Tardes de mayo, justamente a las 5, coincidiendo con la salida de la escuela. Andalucía, década de los 60, pueblo perdido en la serrania.
Solo son visibles las caras y las manos. Y el olor, ese olor a celindas y azucenas que enmarcaban en sendos jarrones de cristal la estampa de la Virgen de Fátima. Y la voz de mi abuela rezando el Santo Rosario y el coro de voces contestando, sonido monocorde, me parecían el arrullo de palomas.
Niño de 5 o 6 años o menos, escondido detrás de las cortinas, sentado en la escalera, esperando el comienzo de la nueva historia, historia terrorífica del crápula salvado in extremis por su invocación a la Virgen. Y ese olor, aún después de tanto tiempo, olor que recuerdo lo mismo que la imagen de las viejas sentadas en las sillas, viejas olor y sonido que aún estando enterrados en el tiempo siguen vivos.
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